viernes, 11 de mayo de 2018

lunes, 7 de mayo de 2018

AJ

Recién se durmió.
Me cuesta mucho todavía escribirle algo. Tampoco sabe leer, dicho sea de paso. Sin embargo, hace un par de días, mientras viajaba de regreso a casa, entendí que tengo un sentimiento que quiero dejar por escrito: le temo.
No es el temor de la responsabilidad. Tampoco me asusta no poder satisfacer sus necesidades, o dicho de otra manera, estar a la altura de las circunstancias. Es algo mucho más sencillo: la miro y me aterra todo lo que puede hacer.
No es que crea que llegue a convertirse en alguien que me causará daño (puede ser, pero eso ya lo acepto de antemano). Lo que me pasa con ella se parece más a la envidia; es mirarla e imaginar todo lo que aún no hace, y sentir con certeza que ella lo hará mejor.
Me había pasado antes algo parecido con algunas personas, pero con el tiempo había llegado a entender que daba lo mismo, porque los caminos son diferentes y mi historia, mis triunfos y fracasos, no pueden comprarse a los de nadie más. De una u otra manera, siempre me sentía el mejor siendo yo mismo, simplemente porque no existía otra posibilidad de ser yo.
Pero ella está en mi misma senda. Senda que, recién entiendo, no es mía, sino una ya trazada quizá hace cuanto tiempo. No soy, y nunca fui (¡pero sólo ahora lo entiendo!) protagonista de nada. Simplemente soy el peldaño que daba paso al siguiente peldaño, que es ella. Ella es la principal, la que tenía que estar aquí. Mi vida es para ella, mi camino es en función de ella. Es decir, todo tiene sentido ahora, y es lindo pensarlo, pero aterrador.
Veamos: en algún momento yo aprendí a hablar, y ese es un logro cerrado, no hay más detalles que agregar. Podría, quizás, aprender a hablar mejor o en otro idioma, pero el hecho de haber aprendido a hablar en cierto momento ya está, no hay una repetición posible. Me lo imagino así: cualquier acción es una chispa que estalla una sola vez, y si se mirara desde aquel lugar desde el cual puede contemplarse la realidad entera, podrías ver el chispazo, un leve momento de luz, irrepetible. Desde la segunda vez que realizas la acción, ya no hay luz, no puede verse nada; es simplemente un sonido hueco que se repite durante cierta cantidad de años y se silencia sin que nadie note que se acabó. 
La primera vez que conseguí un acorde en guitarra, brillé. Desde la milésima de segundo siguiente, tocar guitarra es irrelevante (a nivel cósmico, se entiende, a mí me sigue importando). Quiero decir que ya no hay gracia, no hay novedad, no vale la pena mencionarlo.
Es como con los chistes: son cosas de una sola vez, lo demás no importa. Una de las formas más palpables de fracaso es repetir un chiste.
¿Pero qué pasa con ella?
Pasa que cuando ella dice su primera palabra, el universo brilla de tal manera, que borra el recuerdo de mi brillo. Ya no es simplemente irrelevante que yo sepa hablar, sino que opaca el hecho de que alguna vez lo aprendí a hacer.
De la misma manera que, en el fondo, uno siempre se siente más importante que los demás (porque uno es el que cuenta la historia, no sé si se entiende; es lo que te hace pensar que la existencia de todo sólo importa porque existo yo, que no es lo mismo que pensar que todo existe por y para mí, sino entender que si yo no leo el libro, da lo mismo que ese libro esté ahí guardado, o que se queme, o que nunca haya existido), de esa misma manera, siento que ella es más importante que yo. Existo, o para ser más estrictos, importa que exista, desde que, y mientras, ella me mira.
Cualquiera de mis logros y fracasos ya están, en potencia, silenciados por ella. Incluso si ella no llegara ha hacer lo que yo hago, se sabe (y ya es una verdad, la certeza es infinita en este punto) que ella pudo hacerlo mejor, aunque no quiera hacerlo.
Ya no valgo nada, ahora sí que es cierto.
Mi hija manda. Por ejemplo, ella escribiría mejor esto.
Yo, en cuanto yo, dejaré de ser yo. Sí, es verdad, Bentué.

lunes, 4 de julio de 2016

Un acto suicida que dura una vida.

Cosas que no consigo pronosticar, como la actitud que tendré al ser viejo. Mirar con desprecio la vida, como si comprendiera el absurdo absoluto de todo acto, pero con una devoción inmensa hacia la acción, hacia aquello concreto que aparece cada día y que en el fondo nos salva de las ganas constantes de no levantarse más y sólo esperar que todo termine pronto. Engaño. Pero en la práctica una forma exquisita de salvación: hacer algo, lo que sea, exigirse, fracasar, exigirse el doble, hacerlo bien y triunfar, desechar el triunfo, soplar el humo, volver a buscar algo que hacer. No creer en las recompensas, vivir por vivir y aceptar que de eso se trata, pero manteniendo la duda, sospechando siempre de las conclusiones propias y de los consejos ajenos. En el fondo, seguir sin entender nada. Y ser feliz con eso.

jueves, 24 de enero de 2013

Maldad. Estupidez. Debilidad. En esto creo firmemente, en estas tres manifestaciones de mi espíritu.
Estoy bien, como siempre. La vida no me falla. Como cada día, me levanté, hice lo que tenía que hacer. Como todos. Todos lo hacen. Como siempre, todos están bien.
Tonto como me he vuelto, tonto como nunca he dejado de ser, hambriento como siempre, siempre como siempre. Me pregunto hasta qué punto lo que escriba de mí mismo me expresa. O sea, qué tanto sé decir de mí. Tema irrelevante. Lo que en verdad quiero es inventar una buena historia. Hacer una buena historia con mis días, con cada uno de ellos, pero no de la manera en que lo he hecho hasta ahora, porque mirando hacia atrás no es mucho lo que se ve, no es mucho lo que se recuerda. Sé lo que no quiero, aunque lo abrazo con todas mis pocas fuerzas, no olvidar la debilidad, nunca. 
Lo primero es soltarse, reconocer el propio ritmo y tono. No, no me gusta. Leerse y desaprobar. ¿Y el esfuerzo? Patrañas. Nunca uso esa palabra, pero escribiendo es otra cosa, escribiendo puedo hasta garabatear. Sin sentirme mal. No mal, sino tonto. Aunque la tontera se asumió recién. La tontera del espíritu se acepta, no duele, nadie la ve. La otra tontera se esconde, la tontera pública.
¿Dónde? 
Sí, por ahí está la historia, lo sé. Algún día asomará, ya no se hará de rogar. Mientras tanto, junta letras, con suerte junta palabras. Sólo suelta la muñeca, aprende a escribir al ritmo de tus ideas sin deformar tanto la letra, antes tenías linda caligrafía, y te sentías un poco orgulloso de eso.
Escribir datos y anécdotas reales, como punto de partida. Quizás. Al comienzo es fácil, entretenido, llega un momento en el que vives tu vida imaginando cómo redactarla para publicarla. Pero me caen mal esas vidas. Aunque en el fondo no las conozco, sólo sé sus datos. Pero prefiero el misterio. Me gustaría ser un misterio. Hablar de otros imaginarios, y despertar la pregunta, quién escribió esto, me gustaría conocerlo. Y no conocerme nunca, sería genial. Para mí, sobre todo.
Prefiero vivir con la duda. Que la duda me persiga. 


viernes, 7 de septiembre de 2012

Quizás, en el fondo, todos me caen mal y yo, por miedo, no me atrevo a decírselo ni demostrárselo a nadie.
Lo que, en la práctica, se reduce a que todos me caen bien.
(Esto excluye a las personas que despiertan algún interés en mí.)

jueves, 30 de agosto de 2012

Enfócate en lo malo. Las personas, en su sano y justo intento por ser felices, muchas veces te patearán en el suelo, pero no lo tomes como algo personal. Con una sonrisa en el rostro, intentarán satisfacer sus deseos, o cumplir sus sueños, o llevar a buen término sus proyectos, etcétera, y les importará una mierda lo que desees tú o como te sientas. Pero todos lo hacemos, no te enojes por eso. Cada uno mira sus intereses, y si de las sobras te llega algo, considérate un afortunado. Todos, cuando queremos conseguir algo, ya sea algo material, o satisfacción, o aminorar la culpa, o ganar, buscamos mediante una sonrisa a quienes queremos que nos sirvan como esclavos.

Esto también es una queja, yeah


Digamos que hace dos o tres meses tiempo vengo dándome cuenta de mi lamentable situación: pertenezco a un grupo nada exclusivo de gente despreciable, cuya característica más llamativa (pero que en el fondo no es más que un defecto, algo remediable) es la costumbre adquirida y ya asimilada de ir por la vida quejándose de todas o casi todas las cosas. Sí, así de simple. ¿Puede haber un grupo más detestable de personas? Supongo que no. Estos seres (entre los cuales me incluyo y me seguiré incluyendo hasta que no aplique con éxito todo lo que aquí detallaré) van por la vida con esta actitud miserable como única herramienta de éxito. Sí, la ecuación es inmediata y sencilla: las personas se quejan para tener éxito.

El impulso inicial (o como quiera que se llame) que lleva a la queja es el deseo de tener éxito. Estar por encima del resto, ser el primero, destacar, tener más, ser más, tener la razón, etc., o, en su forma más baja, ser el que más méritos tiene, sobre todo mediante el sufrimiento. Es decir: soy el que más sufre, entonces, estoy por encima del resto en méritos. ¿Cómo demuestro esto y lo pongo de manifiesto en cada momento? Pues quejándome. ¿Qué es la queja sino la forma más básica de dejar en claro que me esforcé por alcanzar lo que tengo, o que, si no lo logré, no fue por falta de capacidades sino porque tuve problemas o dificultades completamente ajenas a mí? La queja rescata de la inutilidad, poniendo de manifiesto que el mundo conspira en mi contra, y que mi falta de méritos no es tal, al contrario: merecería mucho más. 

Ya van mostrándose algunas palabras claves: éxito, sufrimiento, mérito, inutilidad. Habría que agregar, sin duda, envidia y menosprecio (o minimización) del mérito ajeno. Por alguna razón (la cual será el blanco de sofisticadas técnicas de destrucción aún a prueba), creemos en la existencia de una fuerza superior que mira los méritos; mientras más se puedan acaparar, mejor. Todo gira en torno al mérito, y la queja es, sin duda, la herramienta para manejar su distribución. 

El que pierde la mayoría de las veces, casi sistemáticamente, se acostumbra a excusarse (o quejarse), no por puro gusto sino por necesidad; los que ganan ya tienen su paga, son los dueños del mundo, merecen todos los elogios; el resto, nosotros, la mayoría, con las manos vacías, nos amontonamos casi con violencia buscando alcanzar lo único que nos queda: la lástima, es decir, el merecimiento que está detrás del sufrimiento. Lamentablemente, el sufrimiento que da la derrota no basta; y para muchos la vida pasa sin gloria, pero tampoco con la preciada pena que igual da un poco de gloria. ¿Entonces? Alguien que no destaca, y cuyas desgracias son superficiales, está casi destinado a vivir sin mérito alguno, ¡y qué vida más triste la de aquél cuyo esfuerzo nunca es reconocido! Porque, unos más que otros, todos nos levantamos cada mañana y jugamos nuestro juego... ¿por qué nadie nos mira y nos aplaude? ¡Es necesario dejar en claro, ojalá a cada instante, que también nos estamos esforzando! No son nuestros los grandes logros, pero sí los pequeños: estoy aquí soportando este leve frío, y no lo esquivo; pero no se ve lo suficiente, nadie nota mi esfuerzo, entonces hay que decirlo, "hace frío". Y eso es una queja.